Puedo decir que recuerdo perfectamente como empezó todo. Fue la casualidad (el destino dirían otros), lo que hizo que nos cruzáramos y que mi vida diera un giro de ciento ochenta grados.
Aquel comienzo fue duro, romper rutinas establecidas, abandonar un estilo de vida cómodo y tranquilo, y aprender a dejarse llevar por esas sensaciones hasta entonces ignoradas, redescubrir sentimientos tanto tiempo olvidados que hace que todo sea un nuevo principio, involucrarse, sacrificar unas cosas para obtener otras. Y llegan los pequeños triunfos, minúsculas recompensas para unos, que son grandiosas victorias para otros. Todo es excitante, noches sin dormir deseando revivir sensaciones, nuevos anhelos, nuevas aspiraciones.
También llegan los tiempos duros, tiempos que curten el espíritu y que te hacen más fuerte, decepciones, altibajos, momentos de duda, momentos que pueden hundirte, o elevarte a lo más alto. Son los tempestuosos primeros instantes de casi cualquier faceta de la vida. Momentos que cederán en intensidad con el tiempo y serán sustituidos por sentimientos no tan pasionales y violentos, sentimientos más fríos y calculados, pero tal vez, más ambiciosos. La racionalidad siempre lleva aparejada menos dolor… y menos placer.
Resultará imposible finalmente rememorar un punto exacto de inflexión, un punto concreto en el que todo se desata, aunque siempre quedaran recuerdos vívidos, momentos culminantes y momentos de dolor, y todos tendrán su hueco, todos tendrán un calor especial porque todos ellos serán tuyos, porque todos ellos te habrán llevado a donde estás y te habrán hecho quien realmente eres.
Implacable, el tiempo minará las energías iniciales y dependerá de lo fuerte que haya arraigado este sentimiento en tu corazón, el que se convierta en una vana ilusión pasajera o en un amor dulce, cálido y recogido, al que siempre puedas regresar cuando más lo necesites. Deseando, que vuelva y se quede…